El
miedo suele correr por las venas en ciudades donde la violencia se enquista en
sus calles.
Culiacán,
1994, hospedado en un hotel de céntrica calle, escuchamos el traqueteo de balas
en repetición.
El
miedo que no anda en burro, sino en caballo cuarto de milla, nos hizo tirarnos
al suelo en una de las habitaciones.
La
memoria me falla, pero creo que éramos cuatro o cinco personas que, al oír los
cuetazos, nos hicimos bolas, unos encima de otro y alternando, con el Jesús en
la boca y escuchando el traqueteo justo detrás de nuestros oídos.
Aunque
pareció una eternidad, la balacera duró escasos 16 minutos, contados a partir
del pavor que me hizo buscar en el luminoso despertador de todos los hoteles,
la hora que estuvo al filo de la muerte. 14 minutos después de concluido el
zafarrancho, mismo contador, apenas se escucharon los ululares de las
patrullas. 17 minutos más tarde, con todas las precauciones del caso, abandoné
Culiacán en mi camioneta, acompañado de mi jefe. ¿Asustado? Es poco.
Tijuana
Baja California. Supongo en el año de 1985 porque mi hija mayor viajaba en su
porta bebé, y, en plena calle Revolución, dos pandillas se liaron a golpes.
Justo en el cofre de nuestro auto, varios jóvenes se golpeaban con ahínco.
Corriendo por un costado, uno de ellos abre la cajuela de un vehículo, extrae
un gato de esos verticales, y arremete contra lo que se mueve. Mientras, en la
esquina (ese lejano lugar donde me hubiese haber estado para escapar hacía
derecha o izquierda), tres policías miraban la escena sin hacer nada.
Esas
dos escenas urbanas, son violentas, y en calles céntricas.
¿Qué
pasa cuando la policía ni previene ni interviene en este tipo de actos? La
permisibilidad produce que este tipo de actos se repitan.
Desde
el año 2009, es decir el inicio del Gobierno de Padrés, en Sonora, la seguridad
y su coordinación con los distintos grupos de seguridad, pasó a segundo plano.
El colmo fue luego del 2012, cuando se cerraron bases operativas en todo el
estado, se concentraron los policías estatales en Hermosillo, y las patrullas
ni gasolina tenían.
En el
caso de Cajeme, Ciudad Obregón, fue la catástrofe. Dentro de la sede de la
Procuraduría, ni hojas blancas para imprimir tenían.
Sin
embargo y a pesar de los desastrosos y violentos años anteriores, Ciudad
Obregón sigue siendo un buen lugar para visitarlo. Sus calles son seguras y a
pesar de la violencia nacional, la misma no está en los niveles de los años
anteriores.
Pero
aún así, ni en los peores momentos Ciudad Obregón presentó el tipo de violencia
de Tijuana o Culiacán. Ni de cerca.
Por
eso cuando José Antonio Ortega Presidente del Consejo Ciudadano para la
Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C. sitúa a Ciudad Obregón entre las 50
ciudades más violentas del mundo, yo no le creo.
Además,
¿qué pasa con las ciudades como Damasco, en Siria, que no aparece en la lista
aún cuando está en guerra? Y otra, ¿Cuál es la utilidad de motejar a las
ciudades con un hado negativo? ¿Qué aporta?
Y como
dijo el alcalde de Ciudad Obregón, Sonora, Faustino Félix Chávez (si no lo
defiende él, ¿quién?): “lo invitamos a pasear por su calles, para que se dé
cuenta de que vivimos en una ciudad segura”.
La
superficialidad de adjetivar a la ligera, daña.
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