Tenía un gato, al que llamaba Fausto, y al cual solamente veía puntual a la hora de la cena y, una que otra vez, cuando era necesario sanarle sus heridas de macho enardecido; fuera de eso, su mundo era precedido por un absoluto y deshabitado silencio.
Y cierta noche, en la inmensidad de la desgana canicular, tomó a su macho sangrante, le frotó alcohol en las heridas y le prendió fuego, nada más por que sí, y hechizada, lo miró correr maullando de dolor rumbo a su rincón favorito, el contenedor de la basura del vecindario, observando como en segundos, todo aquello era un dantesco espectáculo de lenguas llameantes besando el cielo y secuestrando la oscuridad.
Al momento en que los bomberos habían terminado de extinguir el fuego, Cecilia había cambiado su percepción del mundo; sabía, estaba segura, que detrás de todo hoguera, el congelador que habitaba en su pecho, encendía un placer de artificio con la fuerza suficiente de querer otro incendio más y luego otro.
Así, en menos de un mes, desde su inaugural piroexperiencia, había incendiado dos casas, el área de urgencias de un hospital, un asilo de ancianos y una docena de carros.
Y por primera vez en muchos años, sintió que algo escondido en sus anhelos, estaba realmente funcionando
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