Palabras mayores
Bécker García
“Mi ciudad es una isla sin recuerdos”
Mario Bennedeti
Dicen que uno llega a viejo al momento de recordar vívidamente lo que ocurrió hace años y dejar pasar, sin registrarlo puntualmente en la memoria, lo que apenas sucedió hace unos momentos.
Y eso me pasa a mí, ahora que puedo hacer un recuento de quienes habitaban casi cada casa de entonces, de todos los estratos sociales.
El otro día me encontraba bebiendo un café en una moderna terraza ubicada por ahí por la calle Nainari. Es verdad que ese lugar quedo bonito y confortable, la verdad es que fue construido sobre los escombros de una casa insigne.
Si mal no recuerdo, ahí existía una bella construcción de los años cincuentas, de la familia Luders. Una casa de dos aguas, cuyo techo parecía hecho de una laja especial, distinta a la teja tan de moda entonces y ahora.
Por un costado tenía una barda de piedra, medio alta, y de la misma colgaban hacía la banqueta las ramas de un árbol que tenía unos frutos pequeñitos con forma de manzanas y que eran, para nosotros los chamacos vagos de entonces e hiperactivos de ahora, un trofeo para quien alcanzara sus ramas a fuerza de trepadas gatunas.
Frente a la misma y por la calle Sinaloa, existía otra casa, quizá unos años más antigua, y donde ahora se encuentra un lote de carros usados y, que no sé porque razones, aunque me las imagino, fue curiosamente partida por la mitad antes de venderla a sus actuales dueños.
Caminando unos pasos más y por la misma calle, casi llegando a la Miguel Alemán, la casa tipo castillo de los Serrano García alberga ahora un local trasnacional de desabrida comida rápida.
Y digo castillo, porque ahí existía una escalera que conectaba al segundo piso, y el cubo, si se puede llamar así, era un cilindro que nos hacía recordar las torres de esas construcciones medievales propias de Europa. Recuerdo que ahí mismo, jugando a los policías y ladrones, “El Cachito” Valdez Castro, cayó de cabeza y perdió para siempre uno de sus oídos.
Recuerdo también que, el patriarca de los Serrano García, hacía sus fiestas con banda y a la cual, por medio o en contra de Octavio su hijo, nos colamos algunas veces y, con la bonhomía de la gente sencilla, una vez adentro, nos trataban como si fuéramos los invitados especiales.
Era Ciudad Obregón entonces un pueblito donde cada quien gastaba su tostón, y a veces hasta su peso y unos centavos más.
Y platicó de esas casas porque son las que se me vinieron a la memoria al encontrarme en sus alrededores.
Pero también recuerdo casas emblemáticas como la de la familia Ramos, la cual alguna vez también visité con la anuencia del Payo, mi compañero escolar. Antes, no sé ahora, a la llegada de parientes foráneos, era obligado referente para presumir que en nuestra ciudad, existía una casa que ocupaba una manzana entera.
Y si bien es cierto la casa por fuera era impresionante, cuando me tocó conocerla lo que más recuerdo es una motocicleta enorme, como de Policía de Tránsito que guardaban en uno de los cuartos contiguos a la cochera. Junto, en otro de los cuartos, había un radio donde me decían – por supuesto sin que yo lo creyera entonces – , se podían comunicar a cualquier parte del mundo.
Mi cara tiene algunas cicatrices de aquellos tiempos. La más dolorosa de todas, estoy seguro, fue la que me hice jugando en donde era antes la famosa “Concha acústica”, la misma que ya no existe desde que, a mediados de los años setentas, derrumbaron de la noche a la mañana.
En derredor de la misma, había un verde jardín donde jugaba al fútbol con mis primos y al tropezar, mi frente se estrelló contra un espreador de agua que me abrió de tajo un tercer ojo que a veces, en los tiempos de frío, aún me duele.
Cuando la catedral vieja, la construida con un techo de polines de madera que sostenían unas laminas galvanizadas, estaba a punto de caer para dar paso a la moderna construcción que hoy tenemos, a alguien se le ocurrió salvar un pequeño vestigio de entonces, y rescataron una torre para la posteridad y el conocimiento de quienes aquí habitamos y, sobre todo, de los que aquí han de nacer.
En ese entonces yo sabía donde vivían los Akari y los Kimoto; los Uhera y los Obana; los Bours y también los Pérez que eran unos gordos rubicundos venidos de Guadalajara; y conocía la casa de nuestro Pedro Infante, un maravilloso mecánico que trabajaba en una planta de alimento Balanceado; y de los Esquer de la 5 de Febrero y los Terrazas de los multifamiliares; así como los Olea Ruiz de la Bellavista y los Mendoza de la Constitución.
Ahora, cuando transitó por estas calles que han crecido en número infinito hasta el asombro, me pregunto donde quedaron esas familias y donde viven los hijos y los nietos y, me da tristeza, mucha tristeza, al darme cuenta que casas y edificios de antaño han sucumbido ante el embate de la modernidad y al darme cuenta de que nadie hace nada por preservarlos.
Entiendo que la urgencia y la economía se mueven al ritmo de las circunstancias, pero, ¿qué no podremos hacer algo para parar esta destrucción de los recuerdos?
En Obregón somos, lo sé y lo entiendo, una ciudad moderna que no llega a los cien años, pero, no me gustaría tener el futuro una vieja ciudad desmemoriada, sin algún recuerdo arquitectónico.
Gracias…
Para columnas anteriores favor revisar: http://beckergarcia.blogspot.com
Muy buen texto Becker... coincido contigo... El Extra que construyeron en la 5 de Feb y Nainari es una agresión al entorno... saludos
ResponderEliminarRoberto O.
En LLYASA se conservo la infrastructura del deposito de arroz, quedo muy fregon.
ResponderEliminarNaaaa, no pasa nada Becker, es solo que te estas haciendo viejo JAJAJA
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